viernes, 12 de junio de 2015

Impunidad


No era necesario que la Universidad de las Américas Puebla, el Consejo Ciudadano de Seguridad y Justicia de esa entidad federativa, la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito y el INEGI dieran a conocer el Índice de Impunidad 2015 para que los mexicanos nos enteráramos de los estragos que la impunidad causa en México.

El informe evalúa 59 países, todos ellos miembros de la ONU, sobre los que se tienen datos duros para la materia de la investigación. México ocupó el lugar 58, apenas por debajo de Filipinas. Le superan, por poco, Colombia, Turquía y Rusia. Según este índice, Croacia y Eslovenia son los países donde la impunidad es escasa.

Como todo informe, éste se presta a conjeturas, especulaciones y criterios subjetivos. Pero es un punto de referencia. Nos recuerda, por ejemplo, que en México hay sólo cuatro jueces por cada 100,000 habitantes, cuando la media es 17, y que tenemos 355 policías por cada 100,000 habitantes, cuando la media es 322: sobran policías y faltan jueces. Nos recuerda, finalmente que, en este círculo vicioso, a mayor corrupción, mayor impunidad, y viceversa.

Un día después de la publicación del índice, el Senado de la República avaló el Sistema Nacional Anticorrupción, el cual reforma 14 artículos de la Constitución. ¿Significa que la apabullante corrupción que nos sofoca va a ser castigada a partir de la entrada en vigor de este sistema, si es que llega a entrar en vigor? Si pensamos que la corrupción cuesta a México 10 por ciento de su PIB —45 veces el presupuesto de la UNAM—, así debiera ser.

El sistema prevé incautar bienes y recursos financieros a los políticos que incurran en corruptelas y plantea sanciones que se extiendan a los particulares. Si creemos a Transparencia Internacional, en 2010 las empresas gastaron 2,000 millones de dólares en este rubro. Tan responsables son quienes reciben “mordidas” como quienes las pagan. Por eso es tan difícil acabar con la corrupción: unos se solapan a los otros. Delatar a un corrupto puede implicar delatarse a uno mismo.

Desafortunadamente, el sistema previsto no sugiere nada original: se concentra en algunos procedimientos burocráticos que, a la larga, no tendrán mayor utilidad. Que sea el Senado el que ratifique al secretario de la Función Pública o que la Cámara de Diputados ratifique a los auditores locales, no hará ninguna diferencia.

Por su parte, la Secretaría de la Función Pública tampoco se concentra en casos ejemplares. Se limita a sancionar a servidores públicos por pifias menores. “101 funcionarios castigados en los últimos años, con multas que rebasan los 22 millones de dólares”, anunció recientemente. Pero esta cantidad quizás nunca se cobre y si se cobra, no acabará con la corrupción, por la simple razón de que se están castigando las fallas procesales de poca monta: se destituye al subdirector que no cumplió con la quinta etapa de un procedimiento administrativo o se multa al jefe de departamento que olvidó suscribir un vale de entrada al almacén. Ya decía Anacarsis, en el siglo VI a.C.: “Las leyes son como las telas de arañas: aprisionan a los pequeños, mientras los ricos y poderosos las rompen cuando quieran”.

¿Qué es lo que, en verdad, hace falta a México? Lo hemos dicho reiteradas veces en este espacio: un sistema judicial sólido, valiente e independiente que se atreva a sancionar a los peces gordos. No hacen falta leyes sino voluntad de aplicarlas. Nada hay tan eficaz para combatir la corrupción, decía Tácito hace 2,000 años, como la aplicación de las leyes contra las altas personalidades. Cuando los mexicanos veamos a políticos prominentes, empresarios destacados o dirigentes sindicales tras las rejas, y los veamos porque se les comprobó un cohecho, una concusión o peculado que hayan sido probados y no por una venganza política, México habrá dado el gran paso para combatir la corrupción y la impunidad.

Ángel M. Junquera Sepúlveda
Director

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